El cambio demográfico en curso de nuestra Congregación y la Iglesia conlleva, como consecuencia, el desplazamiento y el intercambio de población oblata en las comunidades locales apostólicas. Esta nueva realidad puede, a veces, ser fuente de tensiones. De golpe, se hace sentir en muchos sitios la necesidad de reajustar comportamientos y estructuras para facilitar una mejor comprensión mutua entre quienes llegan de fuera y quienes reciben.
La interculturalidad difiere de la multiculturalidad, que es una realidad de hecho. La interculturalidad insiste, por una parte, en el encuentro e intercambio entre las culturas, y por otra, en que las culturas se enriquezcan, se mezclen, se confronten y entren en diálogo. La interculturalidad es un proceso intencional de conversión. Es una perspectiva, un camino que exige reciprocidad.
Nuestras sociedades son cada vez más multiculturales. Esta nueva realidad va acompañada, por desgracia, de la fragmentación y desintegración de una sociedad cohesionada basada en la segregación. Crea una tendencia a reforzar la identidad, convirtiéndose en fuente de exclusión, miedo e incluso odio a los extranjeros. Esto refuerza los muros de separación.
La interculturalidad tiene obstáculos. El individualismo que prevalece en los países industrializados del hemisferio norte actúa en contra de un proceso de interculturalidad. La cerrazón de ciertas culturas que no están dispuestas a abrirse también perjudica la interculturalidad.
Otros desafíos en nuestra respuesta al llamamiento del Espíritu de ser cada vez más interculturales son algunos de los efectos de la secularización, y las diferencias religiosas que impactan en las culturas. Uno se siente mejor dispuesto una vez que ha encontrado otras culturas.
Este difícil encuentro de culturas también nos afecta a nosotros, misioneros oblatos. Cuando los oblatos llegan a una nueva unidad, la integración no siempre es fácil. La vida y misión interculturales tienen un precio, un coste psicológico, físico y espiritual que requiere un compromiso de apertura y de integración en una doble dirección. La dificultad es que la interculturalidad alcanza todos los campos de la vida de una persona, desde aspectos sencillos y cotidianos como la comida o la manera de comer, hasta otros aspectos más profundos como la forma de dirigirse a Dios, de relacionarse con hombres y mujeres, etc.
Como congregación internacional dispuesta a salir al exterior, oímos la invitación del Espíritu a un estilo de vida y de trabajo interculturales.
A veces es necesario deconstruir nuestro pensamiento para reconstruir sobre unas nuevas bases. ¿Cómo ir más allá de la diversidad para llegar a un diálogo y a la transparencia sobre el modo en que vivimos la misión? El Capítulo general de 2010 pidió que una parte de la formación intelectual, o bien la regencia de los posnovicios, tuviera lugar en el extranjero. ¿Cómo evaluarlo o cómo podemos vivirlo más? Además, siendo Oblatos, ¿cómo ayudar a preservar las culturas de las minorías?
El Nuevo Testamento nos muestra el camino a la interculturalidad. Podemos recordar los encuen¬tros de Jesús con los no judíos, como la mujer sirofenicia y la samaritana, (Mc 7, 25-30; Mt 15, 21-28 y Jn 1, 1-42), o también los relatos de los viajes misioneros de los Hechos de los Apóstoles (p. ej. Hch 13, 4-14, 28). El apóstol Pedro también vivió un movimiento de descentramiento en su encuentro con Cornelio (Hch 10, 1-11, 18). Él y Pablo provienen de la misma cultura, pero ambos se han complementado el uno al otro, adoptando enfoques diferentes de la evangelización.
La interculturalidad marca nuestra tradición misionera oblata. El Fundador hablaba en provenzal para dirigirse a la gente en su propia lengua. Como obispo de Marsella, visitaba todo tipo de personas en sus casas y atendió a inmigrantes italianos. Envió misioneros a otros continentes, no sólo en Francia. Esto nos abrió desde nuestros mismos orígenes, en un movimiento gradual, hacia este nuevo concepto de interculturalidad. En el curso de nuestras aventuras misioneras por todo el mundo, otros oblatos también se han convertido en modelos del anuncio del Evangelio en el seno del encuentro con las culturas, como el Padre José Gerard.
Nuestras Constituciones y Reglas presentan al principio la imagen de los apóstoles en torno a Jesús como modelo de nuestra vida misionera. Estos hombres procedían de distintos ambientes y fueron enviados a distintos lugares (C. 3). Los pasajes de nuestras Constituciones y Reglas y los documentos de los anteriores Capítulos generales revelan los diversos usos que el término “cultura” ha tenido entre nosotros.
Percibimos una llamada del Espíritu a la conversión en el campo de la interculturalidad: vivir de forma más profunda la tensión creativa entre una unidad fuerte y la riqueza de la diversidad, ser capaces de aprender algo nuevo, como un niño, desarrollar la capacidad de aprender, de desaprender y de reaccionar, optar por la interculturalidad como estilo de vida, como una manera de estar en la misión.
Reconocemos también el llamamiento a derribar barreras, dar testimonio en comunidades interculturales como un signo profético frente al racismo, p. ej. identidades que son exclusivas, que nos encierran y pueden desencadenar un choque de civilizaciones.
Sentimos también el llamamiento a entrar en una espiritualidad oblata de interculturalidad y desarrollar habilidades que nos permitan crecer en la misma en nuestras comunidades apostólicas y de formación.
En suma, se trata de convertirnos, pasando de la multiculturalidad a la interculturalidad en nuestra Congregación y en nuestra misión.